Yo estoy bien, pero tú no

-Consejos para la vida (swinger)-

A media noche, durante uno de esos shows de strippers que abundan en los clubes del ambiente, el bailarín invitó a una hermosa mujer de largo cabello negro que, con su marido, había estado compartiendo nuestra mesa. Eran una pareja atractiva que apenas daba sus primeros e indecisos pasos en el mundillo. Ella aceptó fácilmente, (aún no sabemos si gustosa) la oferta del musculoso joven quien, en un parpadeo, la colocó sobre el escenario donde la cubrió de histriónicas caricias y contoneos voluptuosos. Le propuse al esposo que me cambiara de lugar porque consideré que, desde donde yo estaba, el espectáculo se podía ver mejor.

     Sin desviar la mirada de su debutante esposa, me contestó algo que no entendí y caminó hacia ella colocándose en ese punto incómodo en el que, claramente, no se está en  escena y sin embargo, se sigue a la vista de todo el mundo. “De salero” lo llama el saber popular. La imagen recordaba a la de un padre aprehensivo abandonando a su hija en la puerta del salón durante su primer día de escuela. La corporalidad del hombre revelaba, a todas luces, el debate interno entre dejar ser y prevenir un desastre, quizá también la culpa de alguien que, frente al elemento sorpresa, se preguntaba si había presionado demasiado a su mujer para traerla al club exponiéndola a una situación con hecatómbico potencial.

A mí me pasaba algo parecido cuando empezamos. Nos sentábamos a la mesa con una pareja nueva y yo, inmediatamente, escaneaba sin remilgos la fisonomía del caballero en cuestión. Pensaba: “Esto no va a funcionar”, “Mariana ya lo odia”, “Cuando vi sus fotos de perfil debí haber notado la barba de candado que tanto odia mi mujer”, “Esto será el Apocalipsis”, “Y si nos casamos con ellos, y tenemos hijos, nuestros bebés van a tener barba de candado y Mariana nunca me lo va a perdonar”.  Mi fantasía me llevaba por recovecos calamitosos en los que mi esposa sufría enormemente porque yo no había sido capaz de filtrar, seleccionar, proveer, y entregar envuelto a un candidato idóneo. Lo que me sucedía, y me siguió sucediendo hasta que ella me dijo "¡Relájate!" (mejor dicho, me lo ordenó contundentemente) es que, por temor a producirle un daño, cargaba sobre mis hombros toda la responsabilidad de su bienestar.

Una expedición al lado promiscuo de la monogamia debe ir siempre al ritmo del que viaja más lento. Sin embargo, al hacerlo, hay que cuidarse de dos extremos posibles.

Puede sonar a noble sentimiento pero, bien pensado, no hay mucho de nobleza en dar por descontado que una mujer adulta no puede, por sí sola, asumir el control de su propio bienestar y de sus decisiones. Al iniciarnos en la aventura swinger, casi todos los hombres pecamos de lo mismo, aunque no niego que las mujeres también experimenten algo parecido. Nos enfundamos en la armadura de lord protector y nos lanzamos en la frenética cacería de gigantes en traje de molino. En tanto que estamos en una aventura, nos esmeramos en encontrar peligros en donde no necesariamente existen, y nos autonombramos capitanes de un acorazado que, de tan bien defendido, a veces no puede ni tocar el agua. Tememos por la seguridad emocional y física de nuestra pareja, como es natural, pero somos capaces de llevar ese temor al extremo de convertirlo en un verdadero terror por el otro, ignorando que ella o él también es protagonista de la aventura y también puede tomar decisiones sin que yo esté preguntando cada treinta segundos si todo va de acuerdo al plan. 

Con frecuencia, insistimos en nuestros artículos en que, una expedición al lado promiscuo de la monogamia debe ir siempre al ritmo del que viaja más lento. Sin embargo, al hacerlo, hay que cuidarse de dos extremos posibles. Ni puedo, cargar a mi pareja sobre los hombros para ir más rápido sin que se canse, ni puedo privarla del paisaje cubriendo por completo todo lo que, de antemano, considero una molestia del camino. Tomen esto como una invitación para viajar juntos, para probar juntos, y para darse juntos oportunidades de descubrir, cada uno, la orografía de la ruta.  Las preguntas control como: “¿Estás bien?” son fundamentales, pero también es fundamental darle al otro, a mi pareja, la oportunidad de responder sinceramente a esa pregunta que podría contestarse con un “no”, y definitivamente, también se puede responder con un “¡Sí!”. Repetir la misma pregunta a razón de cinco veces por minuto o colocarme entre mi pareja y su experiencia, tal vez no sean las mejores formas de dar libertad. Habría, entonces, que relajarse y confiar en que este viaje lo hacemos acompañados de un adulto responsable y con capacidad de decisión sobre sus propias experimentaciones.

Supongo que no es fácil delegar, especialmente cuando nuestro rol está tan determinado por una cultura que nos enseña que un hombre que ama no deja que a su amada le pase nada malo. El otro lado de la moneda sería entender que si, por descontado, la protejo de toda incomodidad, también la privo de elegir el placer y de aprender sobre éste. Las parejas convencionales hacen eso todo el tiempo: “No te comas eso, porque luego te cae pesado”, “No te juntes con tal porque sólo abusa de tu amistad”, pero supongo que ustedes, queridos lectores, no se pueden definir completamente como una pareja convencional. ¿O sí?

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